jueves, 18 de diciembre de 2014

Parqué

El camino hasta casa le había llevado quince minutos y lo había completado pensando dónde iba a colocar aquel hermoso jarrón que le había regalado un tipo que conocía. Llegó a casa y lo puso exactamente en el lugar imaginado. Quedaba estupendamente, salvo por el trofeo de pesca que había al lado. Así que cogió el trofeo y le hizo hueco en una estantería al fondo del salón, aunque para que cupiese tuvo que quitar un portarretratos y ponerlo junto al teléfono.
Ahora era el florero próximo a la mesita del teléfono lo que desentonaba así que lo colocó en un taquillón preguntándose por qué no lo había puesto ahí antes. Y quizás se contestó cuando tuvo que mover el sofá y cambiar las cortinas por las que tenía en la habitación contigua trasladando de este modo el problema a la salita.
Movió dos mesas y cambió el tapizado del sillón que había frente a la tele que sustituyó por la que tenía en el dormitorio con el consiguiente traslado de la cama a la pared de enfrente. Desplazó el perchero y el armario, y la banqueta la llevó al baño pero como no cabía arrancó el lavabo y lo puso junto a la ventana. Donde estaba el lavabo puso el wáter y cambió los azulejos azulados por los blancos que había en la cocina, que también reformó.

Cuando terminó decidió que lo mejor era mudarse.
Vio docenas de pisos hasta que hubo uno en una buena zona, tranquila pero con vida, con todas las habitaciones exteriores, gas natural, dos cuartos de baño, el salón en el extremo contrario a la cocina con luz natural y un recibidor, ni grande ni pequeño, donde colocó el jarrón, al que golpeó con el codo, y que se hizo añicos contra un suelo que estaba pensando en cambiar por parqué.  

lunes, 1 de diciembre de 2014

Libre

Agobiado por la horrible situación económica, Claudio se sentaba en el alféizar de la ventana y trataba de evadirse de las discusiones con su pareja, el asfixiante clima de desesperación que lo rodeaba, los gritos, las discusiones y la llegada de nuevas facturas que a fuerza de no abrirles la puerta, habían aprendido, hábiles, a colarse por debajo y llegar hasta su mano.
Mirando por la ventana se encontraba, con uno de esos sobres sin abrir en la mano, cuando se posó un pajarillo a pocos centímetros de él. Podría haber intentado tocarlo pero no tenía fuerza para mover el brazo. Y en pocos segundos el animal volvió a levantar el vuelo. Y lo envidió.
Claudio quiso ser un pájaro. Libre. Volar sobre la ciudad. Dejarse mecer por el viento y sus corrientes. Apoyarse en cables, antenas, árboles, barandillas, capialzados y espantapájaros. Detenerse a beber en las fuentes del parque, emigrar en invierno y volver en verano. Estar a la merced de la lluvia, el granizo, la nieve. Pasar frío. Vivir con el temor constante de que un ave rapaz diera buena cuenta de él. Intentar esquivar balines de escopeta. Ser preso de una jaula zarandeada en el mercadillo de los sábados. Ser engullido por un gato silencioso. Sufrir una disección por un grupo de niños más crueles que curiosos.

Claudio reparó en que hasta ahora no había pensado en lo que significaba ser un pájaro y que eso no iba a mejorar su situación. Así que abrió el sobre y relativizó la importancia de los números que allí aparecían. Concluyó que no les iba a dar ninguna trascendencia y sonrió en el momento en que su cabeza golpeó contra la acera.

jueves, 27 de noviembre de 2014

Epílogo

Terminó.
Su novela estaba acabada. Había cerrado la trama principal, las subtramas, cada personaje había finalizado su particular camino y se daba una respuesta clara a cada interrogante planteado en el primer acto. Y así lo aseguraba la palabra fin.
Sin embargo, había un par de aspectos que quería desarrollar. Dos elementos sin apenas importancia sobre los que había pasado por encima, pero que quizás si los abordara darían una sensación de cierre total a la obra. Aunque, claro, eso supondría más trabajo, pero si había esperado tanto tiempo cuidando cada detalle de las mil ciento doce páginas de aquella novela, bien merecía retrasar un poco más el momento de darla por consumada.
Así que decidió incluir un epílogo.
Fue una tarde larga, solo descansó para hacer un poco de café y fumar un cigarro mirando por la ventana. Cerca de la medianoche se agarró el cuello con un gesto de dolor, pidió comida a domicilio, continuó escribiendo, recibió la cena y la manducó, continuó escribiendo, atendió (mal) una llamada de teléfono, escribió, terminó el café que quedaba en la jarra, escribió, pagó el alquiler vía la plataforma de Internet de su banco, escribió, cumplió cuarenta y tres, apagó el teléfono, ignoró el telefonillo repetidas veces, escribió, molió los últimos granos de café que tenía en la despensa, escribió, releyó lo escrito, corrigió, recibió la noticia de la muerte de su madre mientras arrancaba otra hoja del calendario, escribió, se ajustó el cinturón al que había vuelto a ganarle un agujero, se notó mareado, escribió y lo dio por finalizado.

El resultado fue un epílogo de trescientas páginas que su editor redujo a quince. 

sábado, 22 de noviembre de 2014

La señal

No. 
Era la señal lo que no iba bien. 
El tipo le había dado al botón del uno, luego al del dos, luego al del cinco, luego al del uno otra vez. No era cosa de un canal en concreto. Era el conjunto. Lo global. La señal.
Mal momento había elegido para fallar. Como cada viernes a esa hora iba a empezar su programa favorito y no había manera. Apagó y encendió la tele. Pero nada. Era la señal, que no sabía que sólo había un viernes a la semana. Dio un golpecito en la parte superior del televisor. Luego otro en el lado izquierdo. Otro más fuerte. Otro más fuerte, pero en el derecho. Tres más. Nada.
Apretó el cable de la antena contra el aparato, luego lo movió, lo arrugó y lo zarandeó. “¡Ahora!” ¡Ahora se veía! Estaba empezando. Justo comenzaban las primeras notas de la sintonía de cabecera. Pero la felicidad duró muy poco. Volvió a irse la señal.
Probó moviéndose alrededor, levantó un pie, meneó la cadera. “¡Ahora!” Volvió a irse. Y fue y vino durante la siguiente media hora mientras él danzaba con el cable en la mano, hurgaba con un perchero en la antena, movía el “Recuerdo de Jerez” que descansaba sobre la tele, abrazaba el electrodoméstico mientras le cantaba unas coplillas, lanzaba maldiciones, apaleaba el receptor con el palo de un cepillo, hacía el pino puente, lamía lascivo una piruleta, hacía pintadas en el salón, terminaba un jeroglífico, se cortaba el brazo derecho como quien corta un jamón y bebía lejía, sin vaso, directamente de la botella.

Ya en el hospital, tranquilo, se alegró porque allí podría ver su programa favorito siempre que tuviera monedas sueltas. Y tenía un montón en la mano y las hacía sonar. Era cuestión de esperar una semana. 
En su brazo quedaría siempre una señal.

martes, 18 de noviembre de 2014

Cita a ciegas

Entré en la cafetería.
Habíamos quedado allí a las 9.
Eran y cinco.
Tarde como siempre.
La puntualidad está tan sobrevalorada...
Habíamos acordado que yo llevaría una flor en el ojal.
Ella un clavel blanco y un ejemplar de "Los tres mosqueteros", un sombrero cloché, una bufanda a listas, gafas de sol rosa chicle, un pastor alemán, doce relojes de bolsillo, una pluma de ganso, el labio inferior sin pintar, seis guantes de lana, un joven tailandés, una radiografía de muñeca, botes de mermelada casera (un número sin determinar), un cromo de Buyo, un paquete de folios DIN-A4 y una carretilla para transportarlo todo, estaría bebiendo un café con dos terrones de azúcar y silbaría la canción "Coat of many colors" de Dolly Parton.
- Hola, siento llegar tarde - le dije.
- No esperaba a nadie - me contestó.
- Pero... usted... yo había quedado... usted silbaba la canción "Coat of many colors" de Dolly Parton...
- Lo siento, yo silbaba la versión de "Coat of many colors" que hizo Shania Twain...
La chica se levantó, recogió sus cosas y se fue.
Me había equivocado...
Al fondo de la cafetería "Coat of many colors" salía de los labios pitandos a medias de una chica con un clavel blanco, un ejemplar de "Los tres mosqueteros", un sombrero cloché...

martes, 11 de noviembre de 2014

La zeta

El joven profesor llegó aquella mañana y el aula le pareció enorme. Tragó saliva pensando en que hasta ahora nunca había entendido esa expresión porque hasta ahora nunca se había visto tan tenso como para tener que tragar saliva, ni mucho menos para tener que pensar en la expresión tragar saliva.
Cogió de la mesa el papel lleno de nombres por orden alfabético y comenzó a pasar lista. Titubeando en los apellidos que comenzaban por “A”, respirando hondo en los apellidos que iniciaba la “B”, sudando en la “C”, carraspeando a la altura de “Díaz”, apretando los nudillos en la “E”, notándose las comisuras de los labios secas en “Fernández” y limpiándose bajo la nariz al llegar a los apellidos encabezados por la “G”.
Digamos que la cosa no mejoró en el espacio de la “H” a la “Q”. La “R” supuso una dificultad añadida pues había un tal Rosenzweig, hijo de alemanes. Durante la “T” ni siquiera agradeció los descansos que le daban los alumnos con cada “¡Presente!”, y arrastró la tensión hasta bien entrada la “X”. La “Y” fue mejor, porque adivinaba cercano el final pues ya sólo quedaba la Zeta. Pero no. El último apellido era “Yáñez”. ¿Era posible? ¿Había al menos un representante de cada letra del alfabeto pero no de la que hacía de colofón? ¿Por qué se había ignorado al broche de oro del abecedario? ¿Qué hacía indignos de aparecer en aquel papel a los que, como él, se apellidaban Zamora?

Los nervios desaparecieron dando paso a un enfado que le llevó a maldecir, escupir sobre la lista, arrugar y despedazar el folio, todo ante la atenta mirada de los niños. Encolerizado, salió de la clase dando un portazo. En parte porque le parecía una falta de respeto hacia la (su) zeta, en parte porque de haberse quedado no hubiera sabido por dónde empezar.

martes, 4 de noviembre de 2014

Dos esguinces

Le surgió la duda. 
En cuarenta y dos años nunca se había hecho un esguince en la rodilla. De hecho nunca se había hecho un esguince, por lo que era advenediza en el tema de la higiene. Una novata en la ducha. Su orden normal (cabeza, cada dos días, cuello, axilas, pechos, pubis, nalgas, entrepierna, muslos, rodillas, tobillos, pies) se veía ahora alterado por la imposibilidad de mojar el vendaje a media asta de la pierna derecha.
Preguntó a sus conocidos por el mejor modo para solventar esta situación en los próximos días y ellos la derivaron a Google. Dolorida por los golpes que se había dado esa misma mañana intentando conseguir su propósito, agarró el portátil y allí apareció: elblogdelesguince.blogspot.com.
No podía creerlo. Alguien había dedicado tiempo de su vida a recopilar consejos a aplicar en el caso de sufrir un esguince. Hablaba de cómo ducharse, cómo dormir o cómo vestirse y englobaba a pacientes con esguince de muñeca, rodilla, hombro, espalda, tobillo…
Entonces, por una corazonada, tecleó “blog esguince rodilla” y ante ella apareció el Blog del Esguince de Rodilla, con cientos de entradas llenas de fotografías de personas de todo el mundo que compartían su aflicción. ¿Cómo se adaptaban a la vida diaria personas que, como ella, tenían una rodilla inutilizada durante varios días?
Después vinieron el Blog de las Mujeres con Esguince de Rodilla, el Blog de las Mujeres Maduras con Esguince de Rodilla, el Blog de las Mujeres Maduras Divorciadas con Esguince de Rodilla…

Pero cuando llegó al Blog de las Mujeres Maduras Divorciadas Sexualmente Activas con Esguince de Rodilla, interrumpió su búsqueda y viendo algunas de las fotos pensadas “para ellas” pasó un buen rato masturbándose, lento al principio, muy rápido al final. 
Hasta que llegó el segundo esguince.

martes, 28 de octubre de 2014

Afeitado

Un poco de espuma manchaba el lóbulo de la oreja derecha. 
Al principio sólo iba a recortarse los pelos de la nariz, los de las orejas y quizás luego la barba pero después decidió que se veía mejor sin bigote y procedió al afeitado. Con un poco de espuma, agua caliente y una cuchilla nueva rasuró bien el labio superior. No le acababa de convencer así que echó más espuma sobre toda la barba manchando el lóbulo de la oreja derecha y pasó la maquinilla quedando ahora sí satisfecho por lo limpio de su rostro.
El problema era el largo de las patillas, así que las cortó, igualó, volvió a cortar y descubrió que en realidad no le gustaba el pelo así que ayudado por la tijera primero y con la maquinilla más tarde, afeitó toda su cabeza. Y se gustó. Salvo por las cejas.
Nunca había querido unas cejas tan pobladas y acabó con ellas de dos pasadas, con cuidado de no cortarse. Estaba perfecto. Pero era el momento de depilarse el pecho, afeitarse las axilas, la espalda y las piernas. Cuando no quedaba ningún pelo en sus nudillos comenzó a pasar la cuchilla por el pubis, los testículos y el perineo. No quedaba ni un vello en todo su cuerpo cuando empezó a raspar los azulejos de la pared con la maquinilla de afeitar. Tardó pero lo consiguió. Y no quedó rastro de la cenefa de frutas. Ni del cemento, si bien para ello cambió la cuchilla por otra que pudiera ayudarle a abrir aquel hueco en la pared que ahora contemplaba orgulloso.  
Un poco de espuma manchaba el lóbulo de la oreja derecha cuando se introdujo en su pabellón auditivo un sonido que a través del conducto auditivo llegó a la membrana del tímpano que lo convirtió en vibraciones moviendo la cadena de huesecillos. El sonido fue recibido por el caracol cuyo fluido se empezó a mover estimulando las células ciliadas que crearon rápidamente las señales eléctricas que el nervio auditivo llevó al cerebro. 
Para cuando éste descifró que era el sonido del techo cayendo sobre su cabeza ya era demasiado tarde.