martes, 11 de noviembre de 2014

La zeta

El joven profesor llegó aquella mañana y el aula le pareció enorme. Tragó saliva pensando en que hasta ahora nunca había entendido esa expresión porque hasta ahora nunca se había visto tan tenso como para tener que tragar saliva, ni mucho menos para tener que pensar en la expresión tragar saliva.
Cogió de la mesa el papel lleno de nombres por orden alfabético y comenzó a pasar lista. Titubeando en los apellidos que comenzaban por “A”, respirando hondo en los apellidos que iniciaba la “B”, sudando en la “C”, carraspeando a la altura de “Díaz”, apretando los nudillos en la “E”, notándose las comisuras de los labios secas en “Fernández” y limpiándose bajo la nariz al llegar a los apellidos encabezados por la “G”.
Digamos que la cosa no mejoró en el espacio de la “H” a la “Q”. La “R” supuso una dificultad añadida pues había un tal Rosenzweig, hijo de alemanes. Durante la “T” ni siquiera agradeció los descansos que le daban los alumnos con cada “¡Presente!”, y arrastró la tensión hasta bien entrada la “X”. La “Y” fue mejor, porque adivinaba cercano el final pues ya sólo quedaba la Zeta. Pero no. El último apellido era “Yáñez”. ¿Era posible? ¿Había al menos un representante de cada letra del alfabeto pero no de la que hacía de colofón? ¿Por qué se había ignorado al broche de oro del abecedario? ¿Qué hacía indignos de aparecer en aquel papel a los que, como él, se apellidaban Zamora?

Los nervios desaparecieron dando paso a un enfado que le llevó a maldecir, escupir sobre la lista, arrugar y despedazar el folio, todo ante la atenta mirada de los niños. Encolerizado, salió de la clase dando un portazo. En parte porque le parecía una falta de respeto hacia la (su) zeta, en parte porque de haberse quedado no hubiera sabido por dónde empezar.

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