lunes, 9 de marzo de 2015

Voluntades

Fabricio limpió el cristal de sus gafas aseguradas a su cuello con una cuerda burdeos y poniéndoselas en su escasa nariz procedió a la lectura del testamento.
En frente los herederos se miraban impacientes.
Era voluntad del difunto que sus tierras, eran todo lo que tenía, se repartiesen por igual entre las personas que pasaba a nombrar.
Escucharon sus nombres sentados en primera fila sus tres hijos, su siempre hermosa y paciente esposa, su siempre comprensiva y querida segunda esposa, su siempre joven y cariñosa tercera esposa, su hermano y su pobre tía abuela.
En segunda fila oían lo que les tocaba unos primos lejanos, su socio, sus seis empleados en la ferretería, su amigo del alma, una chica amantísima de escasa falda cuyas piernas miraban desde la primera fila, su médico de confianza y su camarero de cabecera.
En tercera fila sentados en las sillas de la terraza de un bar del barrio atendían mientras eran nombrados la señora de la limpieza, su mayordomo y la cocinera, un camello, una meretriz, un capellán y la hermana superiora de un convento cercano, el alcalde del pueblo donde nació, un músico, un pintor y un poeta a los que hacía de mecenas, un tipo que apenas conocía pero que le caía simpático y un famoso limpiabotas.
Sentados en taburetes, en cuclillas o apoyados en las paredes estaban los integrantes de un equipo de fútbol local, el director y los internos de un orfelinato, la señorita de la protectora de animales, un chico con chaleco de una ONG, dos representantes de sendos sindicatos mayoritarios, un macetero con un geranio y un gato disecado.


Una vez terminada la lectura, Fabricio les entregó a cada uno un documento con la parte de las tierras del difunto que les pertenecía y entre protestas fueron saliendo todos de la sala con un papel timbrado y un vaso lleno de arena en las manos.

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